En la eterna discusión sobre los OVNIS, persisten algunas preguntas que siguen sin estar claras: ¿por qué “ellos” se dejan ver? Y, aún más inquietante, ¿cuáles serían sus verdaderas intenciones?
La teoría de la Distorsión plantea una visión distinta a las
interpretaciones tradicionales. Desde este enfoque, las supuestas “naves” que
miles de testigos aseguran haber observado no serían necesariamente objetos
físicos independientes, sino complejas interfaces simbólicas entre el fenómeno
y los testigos. Lo que observamos durante un encuentro ovni sería una especie
de decodificación, puente entre lo externo e interno, que intenta hacer
comprensible mediante imágenes o arquetipos algo que no pertenece a nuestra
realidad habitual. Por tanto, podríamos decir que lo visualizado se adapta, a través
de nuestros propios filtros, a cada época, a nuestra cultura y a nuestras
expectativas colectivas, funcionando como un vehículo para transmitir un
mensaje “humanizado”.
De este modo, en la Edad Media lo inexplicable se manifestó
como visiones de ángeles, demonios y otras criaturas forteanas. En el siglo
XIX, bajo el influjo de la revolución de los globos y dirigibles, los cielos se
poblaron de misteriosos airships. Y con la fulgurante era espacial, a mediados
del siglo XX, llegaron los icónicos “platillos voladores”. Y en el siglo XXI,
el fenómeno adopta formas más cercanas a nuestra imaginación contemporánea:
drones, luces inteligentes o simplemente como inteligencias no humanas.
Por tanto, tendríamos que replantearnos si todo esto que
hemos etiquetado como encuentros con civilizaciones avanzadas, serían en realidad
una suerte de proyecciones culturales que el fenómeno utiliza para interactuar
con nuestra mente.
La misma perspectiva ayuda a responder otra de las grandes
incógnitas: ¿qué intenciones tendrían estos supuestos visitantes? La teoría de
la Distorsión no contempla la existencia de múltiples razas alienígenas
orbitando nuestro planeta cada una con sus propósitos e intenciones, una
hipótesis que, además, resultaría estadísticamente improbable. Lo que
interpretamos como “civilizaciones benevolentes” o “guías cósmicos” sería, más
bien, fruto de nuestro intento por dotar de sentido a un fenómeno que parece
absorber, reflejar y amplificar los arquetipos humanos en un proceso de
cocreación que trasciende los límites de lo imaginable. Estas manifestaciones
no son entes fijos ni autónomos, sino expresiones permeables a nuestra propia
percepción, modeladas por la interacción, la expectativa y el filtro cultural
de cada observador. Así, el fenómeno no
se presenta como bondadoso ni maligno, sino esencialmente neutral, moldeado por
el observador y su contexto cultural. No se trataría de una invasión ni de un
plan cósmico oculto, sino de un espejo en el cielo que refleja de manera
distorsionada lo que el ser humano teme, espera, anhela e imagina de unas
fuerzas que no comprende y con las que lleva lidiando de los albores de la humanidad.
Mientras tanto, en un plano más sutil, quizá en la trastienda de esas
hipnóticas puestas en escena, el fenómeno podría estar operando de manera
silenciosa, provocando transformaciones psicológicas y perceptivas en los
individuos. Estos cambios, difíciles de detectar en lo inmediato, podrían estar
gestando una lenta pero profunda reconfiguración de la conciencia. Más que un
fenómeno colectivo en sentido estricto, aunque inevitablemente también lo roce,
parece operar en la intimidad de cada individuo, en ese espacio interior donde
se entrelazan la percepción y la experiencia de lo trascendente.
Quizás su propósito no sea tanto transformar a la humanidad
como un todo, sino acompañar, provocar o catalizar un proceso de actualización
interna en quienes logran conectar con esta realidad. Es como si el fenómeno
buscara un diálogo personal, una conversación silenciosa con la mente y el
espíritu de cada ser humano dispuesto a mirar más allá de los límites de su
propio mapa de realidad.
Así, en su aparente neutralidad, el fenómeno actúa como un disruptor
dinámico que estimula en cada uno la posibilidad de expandir la conciencia, de
repensarse, de recordar algo que siempre ha estado ahí, esperando ser
reconocido. Quizás conectar con su propia alma. Lo que nos hace humanos.
JOSE ANTONIO CARAV@CA
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